Por Juan Pablo Ojeda
En el Senado se encendió una de esas discusiones que dejan claro que hablar de agua en México es hablar de poder. La nueva Ley General de Aguas, que lleva años atorada y que pretende poner orden en quién usa el recurso y para qué, explotó en un duelo político entre Morena y el PAN que terminó con acusaciones de acaparamiento, amenazas de exhibiciones públicas y un pleno convertido en ring.
Todo empezó cuando el PAN quiso frenar la discusión con una moción para suspender el debate. Morena la rechazó en seco, y ahí fue cuando Gerardo Fernández Noroña subió a tribuna con el colmillo afilado. Con ironía y sin rodeos, rebautizó al PAN como el “Partido Acaparador de Agua Nacional”. Su argumento era sencillo: si la oposición se niega a revisar el sistema de concesiones es porque varios de sus legisladores —según él— están metidos en el negocio del agua, un mercado donde no solo se riegan cultivos, también se riegan privilegios.
Del lado panista, la respuesta fue inmediata. Francisco Ramírez Acuña sacó números, hectáreas y toneladas para justificar su concesión de agua. Dijo que riega 27 hectáreas de limoneros con una dotación autorizada por Conagua y que todo está en regla. Miguel Márquez reconoció que tiene tierras en Jalisco y Guanajuato, pero evitó hablar de cuánta agua usa, como si ese dato fuera más peligroso que la sequía. Ambos insistieron en que no son acaparadores y que, si hay algo irregular, que se revise.
Y cuando parecía que todo quedaría en dimes y diretes, Ricardo Anaya abrió una carpeta y agitó el ambiente. Soltó que un senador de Morena —uno solo— tiene más agua concesionada que todos los panistas juntos. Lo dijo con un tono que mezclaba advertencia y reto, como quien avisa que va a prender el fuego si lo siguen empujando. Amenazó con hacer pública la información y dejó claro que, si Morena insiste en acusaciones, “les va a salir el tiro por la culata”.
Y aquí es donde todo se conecta con la Ley General de Aguas. La reforma, en pocas palabras, busca ponerle freno al acaparamiento, ordenar las concesiones y cerrar espacios al famoso “mercado negro del agua”, donde el recurso se intercambia como si fuera mercancía privada. La ley también plantea que el Estado tenga más claridad sobre quién usa qué cantidad y bajo qué criterios. Para la gente que no sigue el tema diario, esto significa que el gobierno quiere reorganizar completamente la forma en que el agua se distribuye y se controla en México.
Morena insiste en que la reforma es necesaria porque durante décadas el agua se repartió como botín, beneficiando a empresarios, políticos y productores con mucha tierra y mucha influencia. El PAN, por su parte, acusa que darle más facultades al Estado puede abrir la puerta a decisiones discrecionales, donde un gobierno podría quitar o reasignar concesiones a gusto.
En el fondo, lo que está en juego es un recurso que ya no alcanza y un sistema que requiere cirugía mayor. Por eso la discusión se volvió tan intensa: porque tocar las concesiones significa tocar intereses muy concretos. Y como quedó claro en el Senado, cuando alguien menciona el tema del agua, los ánimos no solamente se calientan… hierven.